LAS ASPIRACIONES SON CUESTA ARRIBA

En todas las ciudades, desde temprano, se puede ver hordas de gente que, con grandes penas y sacrificios, va su trabajo. Al llegar, es raro ver que alguien no esté batallando duro. Tal parece que sólo los jefes-jefes-de-los-jefes tienen tiempo para el café, los chistes durante las juntas y las comidas de cuatro horas con tres tragos fuertes o seis de moderación.


Las condiciones de trabajo son duras, las horas son muchas y las labores son pesadas. En el taller de costura, el polvo y la temperatura son agobiantes, pero a peso la pieza, hay que tupirle duro para poner frijoles en la mesa. En la construcción, en el taller, en la oficina, en el laboratorio, en el aula… todo es lo mismo.


Por la noche las avenidas son ríos de gente que, con cara de cansancio, regresan a su casa. El transporte colectivo: a reventar; algunos leen, casi todos duermen con los ojos abiertos. ¡Y que no llueva!, porque el vía crucis se alarga una o dos horas más.


Somos un pueblo trabajador; no conozco a nadie que no ande en friega todo el día para salir adelante. Quien no tiene dos trabajos, tiene tres; mi amiga, la abogada del diablo, litiga en dos despachos, enseña en tres escuelas, come en el periférico y duerme en el coche en lo que dura un cambio de semáforo.


Y quien no lo crea, nada más observe cómo trabajan nuestros emigrados en EEUU y Canadá y cuánto se exigen para salir adelante. Créanme, los mejores trabajadores, profesionistas y líderes se dan acá, pero florecen y dan frutos allá.


Quien no pudo ir a la escuela cuando era niño, se desvive por mandar a sus hijos cuando menos hasta la Secundaria; quien sí fue, pero no lo supo aprovechar, se los exige con amenazas sobre oídos sordos: “prepárate, hijo; no le hagas como yo”. Quienes pueden, mandan a sus hijos a una escuela particular, y los mejor preparados lograr entrar a las escuelas superiores del Estado; los demás tendrán que seguir estudiando a costillas del presupuesto familiar.


Somos clases sociales trepadoras; si estamos en C, queremos parecer B; si somos B+ queremos ser B++ o hasta A si nos fue bien en los negocios. ¿Quién no quiere que a sus hijos les vaya bien o, al menos, mejor que a uno? Pero las aspiraciones son cuesta arriba; por más que los padres hablen, griten y se maten en la batalla diaria, es el joven quien finalmente es responsable de su propio aprendizaje y, por lo tanto, de su futuro.


Los padres construimos el trampolín, pero el salto lo tienen que dar ellos y, aunque la mayoría sí lo aprovecha, no todos logramos que los hijos alcancen mayores alturas que las que alcanzamos nosotros.


Hay unos cuantos jóvenes que se resbalan en la escalera y abandonan los estudios, otros llegan al trampolín, pero no quieren hacer el esfuerzo de dar el brinco y desaprovechan su propio potencial; a los desorientados se les antoja que es más importante ir a la escuela bien vestidos que ir bien preparados. Su habilidad para escribir sobre el teclado de un celular desaparece cuando hay que escribir creativamente sobre el papel o frente a la computadora. Es más fácil ir al antro, andar con el (la) novio(a) o los cuates, que ponerse a estudiar porque… ¡exacto! Las aspiraciones son cuesta arriba o, mejor dicho, las aspiraciones son gratuitas, lo que cuesta es trabajar para lograrlas.


Aunque la mayoría sabe aprovechar sus oportunidades, hay unos cuantos que no. Éstos son quienes necesitan de las buenas artes de un Mai de vocación; ellos son quienes deben ser convencidos de que, cuando termina esa etapa de la vida llamada “de estudios”, resulta que los buenos empleos son escasos y que misteriosamente los ganan quienes salen mejor preparados.


¿Qué se puede hacer?


El Mai puede despertarles conciencia de la realidad, hacer encuestas entre ellos para inducirlos a responder a las preguntas:


¿Cómo me veo profesionalmente dentro de 10 años?

-- Se sorprenderán de las respuestas.

¿Qué voy a hacer para lograrlo?

-- Se querrán hacer el Hara Kiri pero, Mai, hay que seguir predicando.


Otro apoyo es llevarles al aula a personas muy cercanas a su edad, exalumnos de su misma escuela –si fuera posible- que ya hayan probado las mieles del éxito basado en el trabajo o la amargura del fracaso derivado de la holganza, la tragedia o la mala suerte, para que les platiquen en su mismo lenguaje las razones de su éxito, las causas de su fracaso y cómo están las cosas allá afuera. La neta, pues.


Los alumnos son los hijos de nuestra vocación docente; ¿Quién no quiere que les vaya bien?