EN TODAS PARTES SE CUECEN HABAS

En esta ocasión el mai (con minúsculas) tiene un invitado. La Gacetilla de esta semana es de un periodista de infantería, de esos que han recibido plomazos en la guerra de los Balcanes y otras peores; también es novelista de personajes de capa y espada, y de remate es académico de la Real Academia Española; se trata de Don Arturo Pérez-Reverte.

Su trabajo lo he incluido con admiración, respeto y sin afán de lucro, así que no creo que me demande en las cortes de La Haya por plagio. Se trata de demostrar que el problema del Mai (con mayúsculas) es universal y tan común en la madre patria como en la patria que está valiendo madre; que nuestra tarea está más cerca de lo heroico que de lo infame, y que, como la de los buenos profetas, está más reconcocida allá que acá. Sin más, entremos en materia.

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El héroe de nuestro tiempo
Ahí sigue, el tío, aún no se ha vuelto un mercenario de la tiza, de esos que entran en el aula como quien ficha donde ni le va ni le viene. Tal vez porque todavía es joven, o porque es optimista, o porque tuvo un profesor que alentó su amor por las letras y la Historia, cree que siempre hay justos que merecen salvarse aunque llueva pedrisco rojo sobre Sodoma. Por eso cada día, pese a todo, sigue vistiéndose para ir a sus clases de Geografía e Historia en el Instituto con la misma decisión con la que sus admirados héroes, los que descubrió en los libros entre versos de la Ilíada, se ponían la broncínea loriga y el tremolante casco, antes de pelear por una mujer o por una ciudad bajo las murallas de Troya. Dicho en tres palabras: todavía tiene fe.

Aún no ha llegado a despreciarlos. Sabe que la mayor parte son buenos chicos, con ganas de agradar y de jugar. Tienen unas faltas de ortografía y una pobreza expresión oral y escrita estremecedoras, y también una escalofriante falta de educación familiar. Sin embargo, merecen que se luche por ellos. está seguro de eso, aunque algunos sean bárbaros rematados, aunque los padres hayan perdido todo respeto a los profesores, a sus hijos y a sí mismos.

"Voy a tener que plantearme quitarle de su habitación la Play Station y la Tele", le comentaba una madre hace pocas semanas. Dispuesta, al fin, tras decirle por enésima vez que lo de su hijo estaba en un callejón sin salida, a plantearse el asunto. La buena señora. Preocupada por su niño, claro, Desasosegada, incluso. Faltaría más. La ejemplar ciudadana.

Pero, como digo, no los desprecia. Lo conmueven todavía sus expresiones cada vez que les explica algo y comprenden, y se dan con el codo unos a otros, y piden a los alborotadores que dejen al profesor acabar lo que está contando. Lo hacen estremecerse de júbilo sus miradas de inteligencia que cambian entre ellos cuando algo, un hecho, un personaje, llama de veras su atención. Entonces se vuelven lo que son todavía: maravillosamente apasionados, generosos, ávidos de saber y de transmititir lo que saben a los demás.

En ocasiones, claro, se cae el alma a los pies. El "a ver qué hacemos todo el día con él en casa" como única reacción de unos padres ante la expulsión de un hijo por vandalismo. Por suerte, a él nunca se le ha encarado un chico, ni amenazado con darle un par de hostias; ni se las han dado, el alumno o los padres, como a otros compañeros. Tampoco ha leído todavía el texto de la nueva ley de Educación, pero tiene la certeza de que los alumnos que no abran un libro seguirán siendo tratados exactamente igual que los que se esfuercen, a fin de que las ministras correspondientes, o quien se tercie, puedan firmar imperturbables que lo del informe Pisa no tiene importancia, y que pese a los alarmistas y a los agoreros, los escolares españoles saben hacer perfectamente la O con un canuto, Mucho mejor, incluso, que los desgraciados de Portugal y Grecia, que están todavía peor. Etcétera.

Y sin embargo, cuando siente la tentación de presentarse en el ministerio o en la consejería correspondiente con una escopeta y una caja de postas -"Hola, buenas, aquí les traigo una reforma educativa del calibre doce"-, se consuela pensando en lo que sí consigue. Y entonces recuerda la expresión de sus alumnos cuando les explica cómo Howard Carter entró, emocionado, con una vela en la cámara funeraria de la tumba de Tutankhamon; o cómo unos valientes monjes robaron a los chinos el secreto de la seda; o cómo vendieron caras sus vidas los trescientos espartanos de las Termópilas, fieles a su patria y a sus leyes; o cómo un impresor alemán y un juego de letras móviles cambiaron la historia de la Humanidad; o cómo unos baturros testarudos, con una bota de vino y una guitarra, tuvieron en jaque a las puertas de su ciudad peleando casa por casa, al más grande e inmortal ejército que se paseó por el suelo de Europa. Y así, después de contarles todo eso, de hacer que lo relacionen con las películas que han visto, la música que escuchan y la televisión que ven, considera una victoria cada vez que los oye discutir entre ellos, desarrollar ideas, situaciones que él, con paciente habilidad, como un cazador antiguo que arme su trampa con astucia infinita, ha ido disponiendo a su paso. Entonces se siente bien, orgulloso de su trabajo y de sus alumnos, y se mira en el espejo por la noche, al lavarse los dientes, pensando que tal vez merezca la pena.


© Arturo Pérez-Reverte
XLSemanal , 27.06.2006

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Hasta aquí lo escrito por Pérez-Reverte. Dejo el comentario a tu propia reflexión como alumno de alguien aquí retratado, como Mai que a veces se levante con ganas de agarrar la escopeta para repartir supositorios de innovación educativa, o como padre de familia que esté a punto de ponerle un collar de dedos a la Mai de su hijo por reprobarlo en Mate... por su mala conducta en el pasillo.

No te invito a lanzarle tomatazos a Pérez-Reverte porque antes que nada es un invitado; sin embargo, si te sientes inspirado como para maquillar de rojo verdulero al mai, tus ideas serán bienvenidas.

el mai

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